jueves, 2 de marzo de 2017

HACE 125 AÑOS: LA GUERRA CIVIL DE 1891

 




En los días que corren conmemoramos el desenlace de la que ha sido una de las peores tragedias vividas por nuestra patria: la guerra civil de 1891 y, dentro de ella, sus batallas finales libradas en Concón, el 21 de agosto y Placilla, el 28 de agosto de ese año. La guerra fue declarada al Gobierno del Presidente José Manuel Balmaceda por todas las otras fuerzas políticas. Entre ellas, varias que sostenían planteamientos radicalmente distintos, como los radicales, agnósticos y anticlericales, y los conservadores, católicos confesos. Los unió, sin embargo, algo más fuerte: el odio al gobierno establecido simplemente porque no era el de ellos. Es decir, esta guerra fue la consecuencia de una sed enloquecedora de poder.

Recordemos que en 1831, en los campos de Lircay, fueron vencidas las fuerzas de la anarquía y el desorden por las fuerzas inspiradas y dirigidas intelectualmente por Diego Portales y militarmente, por el general Joaquín Prieto. A los gobiernos que salieron de esa matriz, los decenios, las clases dirigentes asentadas en Santiago, obedecieron sin chistar. Pero, cuando la anarquía quedó atrás y ya nadie se acordaba de ella, grupos al interior de esas mismas clases comenzaron a resistir y a intrigar de manera de hacerse del poder político. El grito de guerra fue la libertad electoral, entrabada por la intervención gubernamental en las elecciones. Eso fue cierto en muchos gobiernos; pero, no en el de Balmaceda. Y cuán falsa era esta aspiración lo demuestra el hecho de que inmediatamente después del triunfo, los vencedores cambiaron la intervención del gobierno por la del poder del dinero: el cohecho, una de las máximas vergüenzas de nuestra vida independiente. Y a eso se sumó el inocultable afán por dominar la considerable riqueza que estaba generando el salitre.

Por eso, los gobiernos que resultaron de la revolución no fueron nacionales como sí lo fueron -al menos, en general- los anteriores. Fueron más bien representativos de grupos de una misma clase social que se hizo del poder político ya sea para exhibirlo como trofeo o, prosaicamente, para poder medrar de él. Es decir, fueron gobiernos oligárquicos. El resto del país, las clases populares, que pusieron la carne a todos los cañones, quedó así espectadora de este banquete que se daban otros. Hasta que la crisis económica generada por la Primera Guerra Mundial y el reemplazo del salitre natural por el salitre sintético puso, en 1924, término a la fiesta dejando en evidencia la manera extremadamente frívola en que el país había sido gobernado durante esos últimos treinta años.

La consecuencia fue, por supuesto, la pobreza inmensa que se abatió sobre grandes grupos de chilenos y la desconfianza y recelo con que comenzaron a observarse las clases sociales dando origen a un conflicto que sólo la intervención militar de 1973 pudo impedir que terminara en otra guerra civil.

Vaya nuestro recuerdo y homenaje emocionado a esos miles de compatriotas que dejaron sus vidas en los campos de batalla sin saber muy bien por qué combatían. Y también, al Presidente Balmaceda, la última víctima porque, sin perjuicio de las contradicciones que lo atravesaban , dignamente defendió hasta el final el orden sobre el cual, durante el siglo XIX, el país construyó su grandeza.


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