En
los días que corren conmemoramos el desenlace de la que ha sido una de
las peores tragedias vividas por nuestra patria: la guerra civil de
1891 y, dentro de ella, sus batallas finales libradas en Concón, el 21
de agosto y Placilla, el 28 de agosto de ese año. La guerra fue
declarada al Gobierno del Presidente José Manuel Balmaceda por todas las
otras fuerzas políticas. Entre ellas,
varias que sostenían planteamientos radicalmente distintos, como los
radicales, agnósticos y anticlericales, y los conservadores, católicos
confesos. Los unió, sin embargo, algo más fuerte: el odio al gobierno
establecido simplemente porque no era el de ellos. Es decir, esta guerra
fue la consecuencia de una sed enloquecedora de poder.
Recordemos que en 1831, en los campos de Lircay, fueron vencidas las
fuerzas de la anarquía y el desorden por las fuerzas inspiradas y
dirigidas intelectualmente por Diego Portales y militarmente, por el
general Joaquín Prieto. A los gobiernos que salieron de esa matriz, los
decenios, las clases dirigentes asentadas en Santiago, obedecieron sin
chistar. Pero, cuando la anarquía quedó atrás y ya nadie se acordaba de
ella, grupos al interior de esas mismas clases comenzaron a resistir y a
intrigar de manera de hacerse del poder político. El grito de guerra
fue la libertad electoral, entrabada por la intervención gubernamental
en las elecciones. Eso fue cierto en muchos gobiernos; pero, no en el de
Balmaceda. Y cuán falsa era esta aspiración lo demuestra el hecho de
que inmediatamente después del triunfo, los vencedores cambiaron la
intervención del gobierno por la del poder del dinero: el cohecho, una
de las máximas vergüenzas de nuestra vida independiente. Y a eso se sumó
el inocultable afán por dominar la considerable riqueza que estaba
generando el salitre.
Por eso, los gobiernos que resultaron de
la revolución no fueron nacionales como sí lo fueron -al menos, en
general- los anteriores. Fueron más bien representativos de grupos de
una misma clase social que se hizo del poder político ya sea para
exhibirlo como trofeo o, prosaicamente, para poder medrar de él. Es
decir, fueron gobiernos oligárquicos. El resto del país, las clases
populares, que pusieron la carne a todos los cañones, quedó así
espectadora de este banquete que se daban otros. Hasta que la crisis
económica generada por la Primera Guerra Mundial y el reemplazo del
salitre natural por el salitre sintético puso, en 1924, término a la
fiesta dejando en evidencia la manera extremadamente frívola en que el
país había sido gobernado durante esos últimos treinta años.
La
consecuencia fue, por supuesto, la pobreza inmensa que se abatió sobre
grandes grupos de chilenos y la desconfianza y recelo con que comenzaron
a observarse las clases sociales dando origen a un conflicto que sólo
la intervención militar de 1973 pudo impedir que terminara en otra
guerra civil.
Vaya nuestro recuerdo y homenaje emocionado a
esos miles de compatriotas que dejaron sus vidas en los campos de
batalla sin saber muy bien por qué combatían. Y también, al Presidente
Balmaceda, la última víctima porque, sin perjuicio de las
contradicciones que lo atravesaban , dignamente defendió hasta el final
el orden sobre el cual, durante el siglo XIX, el país construyó su
grandeza.
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