Llena de Gracia, el nombre mas bello de María.
Benedicto XVI, 2006
Queridos hermanos y hermanas:
Celebramos hoy una de las fiestas de la bienaventurada Virgen más
bellas y populares: la Inmaculada Concepción. María no sólo no cometió
pecado alguno, sino que quedó preservada incluso de esa común herencia
del género humano que es la culpa original, a causa de la misión a la
que Dios la había destinado desde siempre: ser la Madre del Redentor.
Todo esto queda contenido en la verdad de fe de la Inmaculada
Concepción. El fundamento bíblico de este dogma se encuentra en las
palabras que el Ángel dirigió a la muchacha de Nazaret: «Alégrate, llena
de gracia, el Señor está contigo» (Lucas 1, 28). «Llena de gracia», en
el original griego «kecharitoméne», es el nombre más bello de María,
nombre que le dio el mismo Dios para indicar que desde siempre y para
siempre es la amada, la elegida, la escogida para acoger el don más
precioso, Jesús, «el amor encarnado de Dios» (encíclica «Deus caritas
est», 12).
Podemos preguntarnos: ¿por qué entre todas las
mujeres, Dios ha escogido precisamente a María de Nazaret? La respuesta
se esconde en el misterio insondable de la divina voluntad. Sin embargo,
hay un motivo que el Evangelio destaca: su humildad. Lo subraya Dante
Alighieri en el último canto del «Paraíso»: «Virgen Madre, hija de tu
hijo, humilde y alta más que otra criatura, término fijo del consejo
eterno» (Paraíso XXXIII, 1-3). La Virgen misma en el «Magnificat», su
cántico de alabanza, dice esto: «Engrandece mi alma al Señor… porque ha
puesto los ojos en la humildad de su esclava» (Lucas 1, 46.48). Sí, Dios
se sintió prendado por la humildad de María, que encontró gracia a sus
ojos (Cf. Lucas 1, 30). Se convirtió, de este modo, en la Madre de Dios,
imagen y modelo de la Iglesia, elegida entre los pueblos para recibir
la bendición del Señor y difundirla entre toda la familia humana.
Esta «bendición» es el mismo Jesucristo. Él es la fuente de la
«gracia», de la que María quedó llena desde el primer instante de su
existencia. Acogió con fe a Jesús y con amor lo entregó al mundo. Ésta
es también nuestra vocación y nuestra misión, la vocación y la misión de
la Iglesia: acoger a Cristo en nuestra vida y entregarlo al mundo «para
que el mundo se salve por él» (Juan 3, 17).
Queridos hermanos
y hermanas: la fiesta de la Inmaculada ilumina como un faro el período
de Adviento, que es un tiempo de vigilante y confiada espera del
Salvador. Mientras salimos al encuentro de Dios, que viene, miremos a
María que «brilla como signo de esperanza segura y de consuelo para el
pueblo de Dios en camino» («Lumen gentium», 68). Con esta conciencia os
invito a uniros a mí cuando, en la tarde, renueve en la plaza de España
el tradicional homenaje a esta dulce Madre por la gracia y de la gracia.
A ella nos dirigimos ahora con la oración que recuerda el anuncio del
ángel.
Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea,
pues todo un Dios se recrea, en tan graciosa belleza.
A Ti celestial princesa ¡Oh Virgen Sagrada María!
yo te ofrezco en este día, alma vida y corazón.
Mírame con compasión, no me dejes, Madre mía. Amén.
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