San
Isidoro de Sevilla escribió a fines del siglo VI una obra denominada
"Etimologías", una especie de enciclopedia de la época, y en ella
consigna, a propósito del único tipo de gobierno practicado en la época,
esto es, de los reyes, que "rex eris si recte facies; si non facies,
non eris". Es decir, "rey serás si gobiernas rectamente; si así
no lo haces, no lo serás". Ya romanos como Cicerón habían expresado
algo semejante: ninguna autoridad por alta que sea y cualquiera sea el
título que revista puede aspirar a ser obedecida si no hace un buen
gobierno que tienda, dentro de la justicia, al bien común de todos
quienes forman parte de la comunidad puesta a su cuidado. No le basta a
la ley, para ser válida, emanar de la voluntad de quien detenta el
poder, sino, además, apuntando a ese fin, ha de ser expresión de la
prudencia y del buen sentido.
No han faltado, por supuesto,
doctrinas que han afirmado lo contrario. Por ejemplo en el siglo XVII,
la que a la pregunta "qué es la ley", respondía "la voluntad del rey". A
ella, le siguieron en rápida sucesión, las que afirmaban que para ser
válida la ley debía ser la expresión de la "voluntad general" o de la
"voluntad del proletariado" o de "la voluntad de la raza". En todos
estos casos, una determinada voluntad que, por el solo hecho de ser tal,
se constituía en la fuente de toda legitimidad sin referencia a ninguna
realidad que diera sentido al ejercicio de esa voluntad. Más grave aún,
esas voluntades estaban destinadas a ser recogidas por un oráculo que
se suponía las manifestaba de manera infalible y frente al cual sólo
cabía la más total sumisión. Fue el caso de Lenin y de Stalin, como
también de Hitler, Mao-tse-tung o Fidel Castro. Ya sabemos en qué grado
de desastre terminaron los regímenes que ellos encabezaron.
Fue
perfectamente natural que, cuando Chile se vio amenazado de correr
similar suerte, brotara en el seno del país una enorme preocupación por
el futuro y no se escatimara esfuerzo para evitar el desastre. Sin
embargo, todo fue inútil. Quien a la sazón ejercía el poder, Salvador
Allende, demostró estar empecinado en su decisión de hacer padecer a
Chile un experimento marxista que, en definitiva, terminó por arruinar
al país, por dividirlo y por ponerlo en trance o de hacer frente a una
guerra civil o de someterse como estaban sometidos los pueblos que
tuvieron la desgracia de caer en regímenes como el que él propugnaba.
Fue en esa circunstancia que apareció como último recurso la apelación a
las Fuerzas Armadas y Carabineros para que impidieran este desastre.
Fue lo que el país hizo a través del acuerdo del 22 de agosto de 1973 de
la Cámara de Diputados. Haciéndose eco del clamor ciudadano, dichas
Fuerzas decidieron intervenir. Como reconocerá más tarde Patricio
Aylwin, alto dirigente de la Democracia Cristiana, los soldados salvaron
a Chile. Entonces quedó demostrado que la democracia puede para algunos
ser el derecho legítimo a gobernar un país, pero también que para la
inmensa mayoría, que no aspira ni puede de hecho gobernar, ella
simplemente no es otra cosa que el derecho a ser bien gobernado, a
exigir ser bien gobernado y, en caso extremo, a darse un buen gobierno.
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