Hace unos días, el 22 de junio, celebrábamos la fiesta de Santo Tomás Moro, nacido en Londres el 7 de febrero de 1478. Hoy conmemoramos el día de su muerte, también en Londres un día como hoy, 6 de julio de 1535. Canonizado por S.S. Pío XI, fue consagrado por el Papa San Juan Pablo II como patrono y modelo de los políticos y gobernantes del mundo. Sin duda, fueron muchos los que sonrieron escépticos frente a esta consagración.
Tomás Moro, educado fundamentalmente en Oxford, fue un distinguido abogado que se destacó en el ejercicio de su profesión; pero, a la vez fue un hombre dotado de una cultura amplísima que lo empujó, por ejemplo, en el camino de la literatura. Ingresó a la vida política como miembro del Parlamento y ahí sobresalió hasta el punto de que el rey de entonces, Enrique VIII, se fijó en él y lo llevó a su corte. Rápidamente ascendió y en 1529 fue nombrado Lord Canciller del reino, esto es, el equivalente a un primer ministro. Duró poco, sin embargo, en ese cargo. Como bien se sabe, exasperado porque Roma no invalidaba su matrimonio con Catalina de Aragón, el rey tomó la decisión de separar a Inglaterra de la obediencia al Papa y fundar su propia Iglesia a cuya cabeza estaría él mismo. Como Moro no aceptó validar explícitamente la decisión del rey, fue juzgado por alta traición, condenado y decapitado en la fecha que hemos señalado.
Cuando tomó sus decisiones, Tomás Moro sabía lo que le esperaba; aun así, no vaciló y enfrentó la muerte antes que desconocer la jerarquía de su obediencia: "Muero siendo el buen siervo del rey, pero primero de Dios".
Moro no erraba al percibir cómo, tras negar la autoridad pontificia y, por lo tanto, la unidad del magisterio en materias de fe y moral, los diferentes estados de la Europa de la época no tardarían en enfrentarse en guerras cada vez más sangrientas y destructivas y que la misma unidad social al interior de cada uno de ellos se vería gravemente comprometida. A la autonomía proclamada por el rey siguió la que fue haciendo cada súbdito en el ámbito de su propia fuerza y poder, hasta que se vieron enfrentados unos con otros. La doctrina de la lucha de clases, aunque posterior, fue así una lógica consecuencia de la pérdida de unidad que implicó en general la Reforma Protestante y, dentro de ella, la rebelión de Enrique VIII.
Santo Tomás Moro murió fiel a sus principios que lo impulsaban a la unidad oponiéndose a la disgregación. Es decir, a hacer del bien común una efectiva prioridad, aunque al frente se encontrara el poder y él tuviera que pagar su opción con la propia vida. De esa fidelidad, esencial para la paz social, Moro hizo un ejemplo que desafía a los políticos de ayer, de hoy y de mañana a vivir a fondo las exigencias de servicio a la patria propias de sus funciones que, a pesar de todo, son siempre muy elevadas.
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