La
expresión “Derechos Humanos” está en boca de todos cuando se trata de
defender algún propósito, de exigir algún beneficio o de reclamar por
alguna situación. Pero, ella no corre la misma suerte en bocas de unos
que en bocas de otros. Con sorpresa advertimos cómo, en algunas bocas,
ella se convierte en el talismán que abre todas las puertas y, en cambio
en otras, no pasa de ser un sonido que
no provoca ninguna repercusión. Por ejemplo, cuando los estudiantes o
sus profesores salen a la calle a reclamar por sus “derechos”, el poder
les abre todas las posibilidades. En cambio, cuando los comerciantes de
esas calles piden que se respeten sus derechos, nadie los escucha. O
cuando lo piden los simples peatones que requieren el uso de esas vías.
¡Cuán bien lo sabemos en Valparaíso!
Claramente esta expresión “Derechos Humanos” se usa con una evidente carga maniquea. Para uno, los buenos, todos los derechos; para los otros, los malos, su total denegación. Es, por ejemplo, lo que hay detrás de las declaraciones de Lorena Fries, la Directora del Instituto de Derechos Humanos, cuando defiende que los manifestantes violentistas tienen derecho a ir con capuchas que les oculten sus caras; porque así, dice ella, se protegerían de los efectos de los gases lacrimógenos empleados por la policía para defender la propiedad pública y privada, y la integridad de las personas afectadas por el violentismo. O cuando Camila Vallejos, diputada del Partido Comunista, afirma que encontró “muy creativa” la irrupción que algunos estudiantes de liceos hicieron en los patios de La Moneda, en desmedro de los derechos no sólo de quienes ahí trabajan sino también de otros pacíficos visitantes.
En definitiva, como país, hacemos frente a una severa disyuntiva. Una alternativa es la de aceptar esta situación con toda resignación. Su consecuencia es clara: la de deslizarnos a toda velocidad en la vorágine del anarquismo, llegando al cual cada uno tiene tantos derechos como fuerza pueda exhibir y emplear en situaciones de conflicto. Es la alternativa que, entre nosotros, a todas luces va predominando.
Pero, hay otra: defender el uso del término “derechos humanos” de manera que éstos signifiquen aquello para lo cual razonablemente se les invoca. En este caso, la capacidad de pedir a los poderes públicos el respeto y la defensa de todos aquellos elementos que son necesarios para nuestra perfección humana sin desmedro de la de los demás; es decir, teniendo en cuenta que somos parte de una comunidad y que el bien de ésta y el respeto de unos con otros es indispensable para el bien de todos.
Sobre todo, es el gobierno el que debe definirse, entre la ideología que lo anima y que lo inclina por la primera alternativa; y su condición de responsable del orden público que exige que asuma la segunda alternativa. Lo que el país ya no puede soportar más es su errática política de tratar de jugar simultáneamente las dos alternativas. Eso, es simplemente, elegir la primera.
Claramente esta expresión “Derechos Humanos” se usa con una evidente carga maniquea. Para uno, los buenos, todos los derechos; para los otros, los malos, su total denegación. Es, por ejemplo, lo que hay detrás de las declaraciones de Lorena Fries, la Directora del Instituto de Derechos Humanos, cuando defiende que los manifestantes violentistas tienen derecho a ir con capuchas que les oculten sus caras; porque así, dice ella, se protegerían de los efectos de los gases lacrimógenos empleados por la policía para defender la propiedad pública y privada, y la integridad de las personas afectadas por el violentismo. O cuando Camila Vallejos, diputada del Partido Comunista, afirma que encontró “muy creativa” la irrupción que algunos estudiantes de liceos hicieron en los patios de La Moneda, en desmedro de los derechos no sólo de quienes ahí trabajan sino también de otros pacíficos visitantes.
En definitiva, como país, hacemos frente a una severa disyuntiva. Una alternativa es la de aceptar esta situación con toda resignación. Su consecuencia es clara: la de deslizarnos a toda velocidad en la vorágine del anarquismo, llegando al cual cada uno tiene tantos derechos como fuerza pueda exhibir y emplear en situaciones de conflicto. Es la alternativa que, entre nosotros, a todas luces va predominando.
Pero, hay otra: defender el uso del término “derechos humanos” de manera que éstos signifiquen aquello para lo cual razonablemente se les invoca. En este caso, la capacidad de pedir a los poderes públicos el respeto y la defensa de todos aquellos elementos que son necesarios para nuestra perfección humana sin desmedro de la de los demás; es decir, teniendo en cuenta que somos parte de una comunidad y que el bien de ésta y el respeto de unos con otros es indispensable para el bien de todos.
Sobre todo, es el gobierno el que debe definirse, entre la ideología que lo anima y que lo inclina por la primera alternativa; y su condición de responsable del orden público que exige que asuma la segunda alternativa. Lo que el país ya no puede soportar más es su errática política de tratar de jugar simultáneamente las dos alternativas. Eso, es simplemente, elegir la primera.
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